jueves, 6 de mayo de 2010

Hay un corazón

Por: Diana Polo Ospino
Por: Diana Polo Ospino.
Barranquilla es una ciudad pequeña buscando expandirse, y no es de dudar que poco a poco escale un peldaño en la consecución de su objetivo; o por lo menos el de la administración de turno. Cada día hay más edificios, conjuntos residenciales y centros comerciales arquitectónicamente parecidos, o podría decirse que casi iguales. Blancos ó de ladrillos, vidrios azules, pastos iguales ó ausencia de ellos lo cual es peor. Ir en un carro manejando por Barranquilla ó salir a caminar por Barranquilla es un ejercicio de viajar en el tiempo. Si miras con detalle, si te detienes en cada pared, acera, casa ó árbol hay un rincón de la memoria, entre líneas, y olvidado.
El corazón de la ciudad, es decir la plaza de san Nicolás, antiguo epicentro de la puerta de oro de Colombia es hoy en día un collage que raya en el exceso de las cosas que todas juntas carecen de orden, no tienen lugar, ni cabida en otra parte que no sea el centro de una ciudad latinoamericana. Alrededor de la plaza de San Nicolás, en el paseo Bolívar hubo una válida iniciativa de reconstrucción de las calles, convirtiendo un pequeño pedazo del también conocido como Camellón Abello, en una isla donde se puede caminar, con unos cuantos arboles flacos en el medio, y como corona una estatua de Simón Bolívar poéticamente expresando el patriotismo de las batallas de nuestros antepasados. Enfrente el edificio de la Caja Agraria, eje de más de una discusión entre las tantas de nuestra ciudad, por feo ó por inútil.
Los barranquillero expertos en invasión del espacio público han hecho del centro un condumio de jaurías de perros, hermosas casas coloniales a punto de caerse “ofreciendo posada” en condiciones insalubres. Pitos de carros, pitos de camiones, bicicletas, bicitaxis, burrotaxis, gente a pie ó en el piso. El centro de mi ciudad es sucio, sobrepoblado, feo y hermoso. ¿Cómo algo puede ser feo y hermoso al mismo tiempo? Si es posible tal cosa, en el centro de Barranquilla pasa, o por lo menos para mí.
Hace una semana me perdí en el centro con una amiga. Estabamos buscando una empresa distribuidora de bebidas en la Murillo. Decidimos irnos por la ciudad por lo cual vivimos 3 horas encerradas en un carro que tenía una lata gigante en el techo con el logotipo de redbull. En cada esquina nos gritaban que si teníamos alas porque nos quedábamos atrancadas en los trancones, nos pedían de la bebida energizante ó simplemente en un murmullo ininteligible proferían las típicas obscenidades del macho Caribe. Bajando por el barrio Boston y pasando por la Victoria las fachadas y las formas de las casas eran cada vez más achatadas, para luego encontrarnos con un casón en una esquina, fastuoso, de paredes blanco hueso y acabados perfectos. Al lado de esta casa, una tienda con música “a todo timbal”, un par de borrachos y una mujer embarazada, con dos niños colgados de los brazos. Su mirada ausente enfocada en la calle. Había calor de lluvia y el cielo estaba gris.
Al poco tiempo empieza a llover y mi amiga y yo estamos ahora perdidas entre autopistas. Nos sentimos un poco tontas porque ya salimos de las calles enredadas, y dos autopistas sin fin y pobre señalización nos atribulan, como si nos encontráramos en una ciudad extraña, y no en aquella donde vivimos nuestras pequeñeces, estudiamos para en un futuro producir y disfrutamos del sol, a veces quejándonos del calor y a veces agradeciendo la cercanía con el mar. Después de manejar 3 horas, encontramos nuestro destino; una de esas empresas de fea fachada que parecen pequeñas casas por fuera, pero tienen grandes bodegas por dentro. Hacemos lo que tenemos que hacer, y ya con el cielo sin sol y los vidrios del carro mojados nos disponemos a adentrarnos de nuevo en el centro; ya no con el fogaje de la tarde sino con el halo grisáceo de la noche que se avecina y que trae consigo una ciudad completamente diferente. Las paredes rojas y azules de los negocios ya no brillan, son pálidas. La basura se nota más, la gente se ve más amargada, los bombillos amarillos brillan alumbrando mesas de madera con patas desiguales. En el centro de mi ciudad sigue habiendo un corazón, lo veo y lo siento en las paredes de pintura desteñida, donde décadas atrás vivió la gente prestante, que ahora igual que yo, se asoma por aquí por error u obligación.

1 comentario:

  1. Interesante el cambio de mirada panorámica a las escenas. Faltaron fue las fotos: 4,5

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