Por: Melanie Borge Carrillo
Desde muy pequeña, siempre me ha gustado mirar a las nubes. Solía pensar en cómo sería caminar sobre ellas y me imaginaba acostada entre los blancos algodones. Creía que existía una especie de reino sobre ellas…
Hace unos minutos, me quedé estancada en el tiempo… con mirada fija pero a la vez calmada hacia la nada, una respiración profunda e imaginándome en medio de ríos y cascadas de aguas cristalinas, pequeños pájaros volando sobre los rayos de luz que se reflejan desde el Sol, escuchándose su sonido, el del agua y el viento… mientras verdes y altas plantas, flores llenas de color y los más rojos frutos adornan alrededor.
Este es uno de los paisajes con los que siempre he soñado, y con el que precisamente soñé hace contados minutos. La realidad es que me inspira, me llena y me hace apreciar lo bello que es la vida tan sólo con saber que espacios como este existen.
El mundo está lleno de espacios de esta especie. Y existen para todos los gustos. Están desde las más extensas playas de blanca arena con caracoles esperando a ser recogidos, cubiertas por olas de aguas azules de tono turquesa, palmeras brindando su sombra y un Sol ocultándose entre nubes color púrpura con destellos de color naranja.
En los fríos páramos, se encuentran paisajes de montañas grises y blancas cubiertas por la nieve, rodeadas de altos y tupidos pinos, que se reflejan en un lago de cristal. Y en densas junglas de los trópicos, los sonidos de tucanes, ranas, demás pájaros y serpientes se escuchan entre los gigantes árboles de extensa madera.
Hace aproximadamente un año, me encontré en una especie de punto de paz: en uno de estos espacios donde se me olvidó todo por un momento, y simplemente me quedé conectada con lo que estaba viviendo.
Llegué en horas de la tarde a una colina donde se podía ver el mar de fondo. Se veía bastante azul con reflejos plateados e intensos. El cielo, era de un azul más bello. Casas se divisaban en colinas lejanas y podía ver pequeñas personas, como del tamaño de una hormiga, caminando por la orilla de la playa.
Estaba con 2 de mis hermanas, Jessica y Melissa, y Shawn, el novio de esta última. Particularmente este norteamericano, oriundo de Michigan, tiene cierta afinación por los deportes extremos. Practica desde snowboarding hasta paracaidismo. Precisamente, de él surgió la idea de bajar por esa inclinada, larga y casi infinita colina por un camino que para mí, resultaba ser extremadamente estrecho. No sólo se trataba de la estrechez de dicho camino, sino también de la distancia tan corta a la que se encontraba del abismo.
La arena era ligera, amarilla y arcillosa. Era como una especie de polvillo desmenuzado que manchaba los zapatos y la ropa. Las suelas de mis zapatos no aguantaban mis tropiezos ni mis pasos, así que resbalé varias veces. El susto era tremendo. Mi temor por las alturas jamás se había sentido tan latente.
Resolví por bajar este risco agachada y muchas veces sentada, pidiéndole a Dios que me protegiera como siempre lo ha hecho.
Luego de aproximadamente unos 20 difíciles minutos, que para mi fueron eternos, llegamos hasta ese lugar en el cual por unos momentos me encontré conmigo misma, conectada a ese lugar.
Eran unas grandes rocas, con pequeños seres vivos entre ellas. Las olas chocaban contra estas enormes estructuras naturales y sus aguas se vertían dentro de sus ranuras, reencontrándose después con su punto de partida.

Las observé por un momento… y luego vi el mar. Creo que jamás me había sentido tan premiada de ver sus aguas tan cerca. Me sentí como en un lugar único, al que difícilmente cualquier otra persona puede llegar. Era como una especie de península que ofrecía aquella montaña. Aparte de la colina, sólo había agua alrededor.
Me senté en una roca, tomé algunas fotos, luego mis hermanas también… miré hacia el cielo y se vislumbraba un intenso Sol, con sus rayos dándole brillo a cualquier cosa existente. Cerré los ojos mientras sentía el viento correr por mi rostro y mis cabellos. Sonreí.
Sentí paz… creo que mis hermanas me dijeron algo en ese momento, pero no presté atención. Sólo quería vivir ese momento, respirar profundo, mirar a lo lejos y sentir la Creación de Dios.
Estas son las cosas que nosotros como seres humanos necesitamos a diario: respirar un poco de aire fresco mientras se vive un ambiente puro y bello. La fuerza que tiene un espacio natural, es extremadamente poderosa. Si viviéramos entre jardines de rosas y árboles frondosos, nuestras penas y estrés se disminuirían al regresar del trabajo con tal sólo ver tan pintoresco paisaje aguardando por nosotros.
Muchas personas no aprecian la naturaleza precisamente por eso, porque no viven o nunca han vivido una experiencia con ella, como yo la viví. Es simplemente sentir todo eso que puede ofrecer, para así comprender toda su belleza y plenitud.
Lo bello de la naturaleza llega a ser entonces una especie de magia que nos envuelve y nos hace renovarnos por dentro. Lo verde, las aguas cristalinas, las estrellas, los pájaros volando sobre un río azul, las gotas de un rocío rodando sobre pétalos de vibrantes pero a la vez apacibles flores y los animales recién nacidos brindándonos su mirada llena de toda ternura… simplemente nos llenan de espíritu y nos conectan con ese Ser único e irrepetible. Mirar, sentir y apreciar la naturaleza, es ver, sentir y apreciar la obra maestra de Dios.
Me parece muy chévere este texto, mi querida Melanie: describes un lugar y pasar a entregar tu testimonio de lo que fue disfrutarlo. Quizás lo único que corregiría sería la entrada un tanto general para mi gusto, y le cambiaría el remate para que no fuera tan opinativo; pero está bien en términos generales: tienes 4,3
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